No recuerdo con exactitud lo que se siente al despertar en la Tierra.
Cinco meses después de aterrizar en Marte,
mi jornada comienza bajo una cúpula blanca en medio de un campo de lava
roja. Mis primeras preguntas: ¿Tenemos suficiente energía para encender
la calefacción? ¿Permitirá el clima que nos pongamos nuestros trajes
espaciales? ¿Funcionarán mis ventiladores?
Estos pensamientos
rondan por mi cabeza cuando, sin hacer ruido, bajo las escaleras en
busca de una taza de algo caliente. Allí me enteraré de qué ha ocurrido
dentro y alrededor de nuestro hábitat durante la noche y la cantidad de
energía de la que dispondremos para el resto del día. Veré a los mismos
compañeros de tripulación, la misma cocina y el mismo ojo de buey de 60
centímetros que he visto cada mañana desde hace cinco meses. La visión
de las rocas escabrosas que hay más allá me recuerda constantemente que
nuestro mundo,
este mundo en el que conviviremos durante un año para poner a prueba cómo sería la vida en Marte, es hostil y misterioso.
Que quede claro: técnicamente,
Marte Simulado (MarteS) está en la Tierra.
Los seis aterrizamos en Hawai a finales de agosto de 2015. A los pocos
días de entrenamiento (cómo usar los sistemas de energía, cómo
enfundarse un traje espacial sin dislocarse nada), se cerró la puerta de
la escotilla y nos quedamos fuera del planeta durante un año y un día,
acampados en las laderas del
Mauna Kea. Formamos un
equipo diverso: un arquitecto espacial, un ingeniero, tres científicos y
un médico de la tripulación (yo). Cuando salgamos, el 28 de agosto de
2016, seremos veteranos de la
más larga simulación de la vida en Marte financiada por la NASA en toda la historia.
Durante todo este año tenemos una
demora de 20 minutos en las comunicaciones
en ambas direcciones, lo que refleja el tiempo máximo de viaje de la
luz entre Marte y la Tierra. Para bien y para mal, no podemos atender
llamadas ni mantener entrevistas a través de Skype;
no se nos puede filmar, fotografiar o grabar de ningún modo, salvo que lo hagamos nosotros mismos.
La demora temporal también es una parte clave de la
adaptación psicológica
que hace que nosotros, y también todos los que están en la Tierra, nos
comportemos como si los seis estuviéramos realmente en Marte. Así
estudiamos cómo funcionan las comunicaciones cuando todos los mensajes
entre la tripulación y el control de la misión
tardan 40 minutos en obtener respuesta.
No hay más que pensar en cómo una demora de este tipo afecta al clásico
escenario de una película: «Houston, tenemos un problema y...
volveremos a oíros hablar de él dentro de tres cuartos de hora».
"Los mensajes entre la tripulación y el centro de control tardan 40 minutos en tener respuesta"
El
retardo temporal hace la vida aquí más precaria. Véase el caso de una
catástrofe médica. En MarteS puedo marcar el 012, pero pasarán horas
antes de que recibamos una respuesta. Por tanto,
¿qué ocurre en caso de desastre médico? Solucionarlo depende de mí, la doctora espacial.
Esta
sensación de independencia de la Tierra
(y de interdependencia entre nosotros) es la gran ventaja de la demora
de 20 minutos. Es más, sin teléfono ni internet que nos distraiga,
conseguimos sacar adelante una gran cantidad de trabajo. Además, al
carecer de estas líneas habituales de conexión, es casi
como si estuviéramos solos en otro planeta,
lo cual, cuando se vive en una cúpula a más de 2.400 metros sobre el
nivel del mar, en la ladera estéril de un volcán, te da una idea
aproximada.
Hemos aprendido a reparar y reutilizar cosas que
nunca habríamos aprendido de no estar aquí. Durante meses, un torniquete
de látex azul ha sujetado partes del
motor de mi bici para producir electricidad.
Hemos aprendido que un bote de galletas saladas de cinco kilos es
perfecto para el cultivo de ciertas bacterias. En MarteS, donde no hay
dinero ni lugar donde gastarlo,
el valor de algo se basa casi exclusivamente en su utilidad: la de un objeto, la de una tarea, incluso la de una persona.
La vida en MarteS, al igual que en el mismísimo Marte, es elemental. Nuestras principales
preocupaciones giran alrededor del sol, el aire, el agua y las rocas;
en concreto, sobre lo que podemos hacer o no con esos cuatro elementos
básicos si los combinamos correctamente. El Sol genera nuestra energía. A
su vez, nosotros transformamos esa energía en luz artificial, en los
colores del espectro que más les convienen a nuestras plantas. Las
plantas absorben agua y fijan sus raíces en las rocas que hemos recogido
en la superficie. Sus tallos se estiran hacia la luz y con ellos crecen
nuestras esperanzas, vivificadas por las hojas verdes, nacidas en las
flores que se convertirán en frutos.
Todo eso ha de tener lugar en el interior de nuestra cúpula, un trasunto de lo que la vida en Marte podría ser un día.
Este simulacro es necesariamente imperfecto.
En el Marte de verdad, el aire es extremadamente ligero y se compone
principalmente de dióxido de carbono. Debido a que no está protegida por
grandes cinturones de radiación, como la de la Tierra, la atmósfera de
Marte está siendo constantemente azotada por el Sol.
Aquí, en MarteS, nos va mucho mejor:
tenemos aire respirable a una temperatura y una presión confortables,
mantenidas por la propia gravedad de la Tierra. Disfrutamos de una
cómoda protección contra la radiación natural y suministros robotizados
periódicos de comida y agua. No frecuentes, eso sí, pero a menudo
suficientes para que sigamos adelante.
"Saldremos el 28 de agosto. Será la simulación de la vida en Marte más larga de la historia"