Vivimos con la certeza de que los lácteos enteros, estaban del lado de los malos en la película nutricional. Pero, con los estudios más recientes en la mano, podemos pensar que nos equivocamos al darles ese papel.
No importa qué guía dietética tengas entre manos, todas
–con independencia de su nacionalidad y desde hace al menos 40 años–,
trasladan un mensaje único, clónico, respecto al consumo de lácteos: por
salud, hay que escoger las versiones desnatadas. Este mensaje se repite
desde finales de la década de los años 70, concretamente cuando se
publicaron las primeras guías dietéticas para norteamericanos,
que fueron replicadas por la mayor parte de las administraciones
sanitarias. Y se refuerza cuando nos percatamos de que siguen vigentes, y
con más énfasis si cabe, en la última versión de las mencionadas guías, las de 2015.
Este conjunto de recomendaciones antigrasa, concretamente
en el caso de los lácteos, tuvo dos orígenes. Por un lado el tema
energético: teniendo en cuenta que este nutriente es el que más calorías
aporta por gramo frente al resto (proteínas e hidratos de carbono) su
eliminación, siempre que fuera posible –y en los lácteos era
especialmente sencillo–, redundaría en un menor aporte de calórico:
sobre el papel, era una estrategia lógica para prevenir o tratar la
obesidad y sus enfermedades asociadas.
Por otro lado estaba la naturaleza de la grasa propia de
los lácteos, caracterizada por los ácidos grasos denominados saturados.
Una característica con muy mala prensa al haberse relacionado su consumo
con diversos trastornos crónicos del metabolismo, entre ellos la
diabetes y la enfermedad cardiovascular. Es decir, los lácteos
desnatados aportarían, teóricamente, dos beneficios: reducir la cantidad
de energía consumida y evitar unas grasas que en principio
perjudicarían a la salud.
Una actualización del ‘grasagate’
Pero una cosa es la teoría y otra la realidad. Un reciente estudio
que goza de todas las premisas para tener muy en cuenta, ha
puesto de relieve que las personas que mantenían el consumo más alto de
derivados lácteos enteros tenían, en general, un 46% menos de riesgo de
desarrollar diabetes que las personas que consumían menos lácteos
enteros. Una observación que enroca con otra reciente publicación
que observó las diferencias de peso entre quienes consumían lácteos
enteros o desnatados. Entre los resultados, destaca el descubrimiento de
que el grupo que más lácteos enteros consumía reducía un 8% su riesgo
de tener sobrepeso u obesidad.
Las dudas respecto al presunto beneficio de los lácteos desnatados no son precisamente nuevas. En 2013, este estudio
llegaba a una contundente conclusión: que una ingesta elevada de grasa a
partir de los lácteos estaba asociada a un menor riesgo de obesidad
abdominal, al tiempo que una baja ingesta de grasas de este origen se
asociaba con un mayor riesgo de obesidad abdominal. Tampoco fue el
único. Aquel mismo año se publicaba una revisión sobre la materia,
es decir, sobre el impacto que tiene el consumo de grasa láctea en la
obesidad, la enfermedad cardiovascular y otros trastornos metabólicos.
Sus conclusiones fueron bastante claras: “La evidencia no
apoya aquella hipótesis que afirma que la grasa láctea o que los lácteos
con alto contenido graso contribuyan al aumento de la obesidad o al del
riesgo cardiometabólico. Sin embargo, los datos sí que sugieren que el
consumo de lácteos con alto contenido graso, dentro de los patrones
dietéticos típicos, se asocia de forma inversa con el riesgo de
obesidad. Aunque estos hallazgos no han ser tomados de forma
concluyente, pueden proporcionar un punto de partida para futuras
investigaciones sobre el impacto de la grasa láctea y la relación de
elementos alimentarios de origen bovino, en especial el la grasa láctea,
sobre la salud”.
¿Por qué teoría y realidad no van de la mano?
El primero quizá sea el más fácil de explicar y de entender: las grasas son el principio inmediato –nutriente– que más calorías aporta, pero desde el momento que declaramos la guerra a la grasa en general (y a la láctea en concreto), también establecimos una serie de alianzas que, a la larga, se han convertido en peores enemigos que aquel que se intentaba combatir inicialmente. Empezamos combatiendo la grasa pero al mismo tiempo elevamos el consumo de hidratos de carbono, en especial azúcares.
Era, y es, una cuestión de sabor y textura. Una de las
estrategias para mejorar la aceptación en boca de algo a lo que le hemos
quitado la grasa es ponerle azúcares. Lo que implica saltar de la
sartén a las brasas. Además, esta maniobra –plenamente extendida– se ha
ejecutado con una falsa sensación de indulgencia: “como es bajo o 0,0%
grasa es sano”. Un gran error que probablemente sirva para explicar
nuestras actuales circunstancias: vivimos nutricionalmente desgrasados, y
sin embargo más gordos que nunca.
El tema de la bondad o maldad de las grasas saturadas no es
tan sencillo. De entrada es preciso aclarar que como ‘grasas saturadas’
se comprende un amplio conjunto de ácidos grasos, y que no todos son
iguales a pesar de que hace tres o cuatro décadas, todas eran El Mal.
Sin embargo recientes estudios han revelado un efecto y
comportamiento muy diferente de los distintos ácidos grasos saturados en
nuestro metabolismo: ya tenemos claro que no todos son iguales.
Por ejemplo, en este artículo firmado por Dariush Mozaffarian,
uno de los más prestigiosos y reconocidos epidemiólogos, se pone de
manifiesto que el efecto de los ácidos saturados es muy diferente en
virtud de su longitud –número de átomos de carbono que los constituyen– y
también del alimento que los incluya.
Es decir, el mismo ácido graso
saturado puede tener efectos diferentes si se encuentra en un pedazo de
carne o en el aceite de oliva (sí, el aceite de oliva también los
tiene). Sin olvidar que nosotros mismos podemos ser el peor enemigo a la
hora de proveernos de uno de los ácidos grasos saturados con peor
prensa, el ácido palmítico, que podemos sintetizar nosotros mismos, en
parte como resultado de nuestra dieta.
Si en su momento tuvimos que reconducirnos y rectificar la
percepción de que todas las grasas eran malas, y pasamos a establecer
–en una simplificación extrema– dos grandes conjuntos, el de las
'buenas' y el de las 'malas' (las saturadas), ahora llega el de tomar en
consideración que no todas las que metimos en el saco de las malas lo
son realmente. Sin estar seguro de ello, la actual evidencia, mayor que
la que se tenía hace años, apunta en esa dirección. En el caso de los
lácteos, y tal y como mencionó el propio Dariush Mozaffarian: “A día de
hoy, no contamos con ninguna evidencia sólida para afirmar que quienes
eligen tomar lácteos desnatados están haciendo mejores elecciones que
quienes eligen tomarlos enteros”
En nutrición, ‘para siempre’ no existe
La ciencia avanza, se revalúa y cambia, es una de sus
características más genuinas. Y la nutrición es una ciencia, aunque
suene desconcertante. Muy a menudo el mensaje que ayer era válido y
recomendado con rigor hoy puede no serlo, y resulta lógico pensar que en
esto de la nutrición se anda dando palos de ciego. No diré que no. Hay
mucho de ello, sobre todo si se tiene en cuenta que las herramientas con
las que se cuenta para terminar aportando un consejo nutricional en un
momento dado son bastante limitadas.
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